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AIRES ABIERTOS

Unas turgentes piernas

Unas turgentes piernas

Las vi delante de mí al subir la escalerilla en mi último viaje a Nueva York. Era unas turgentes piernas, perfectamente torneadas con un brillo que les arrancaba el sol del atardecer y de una longitud imposible destacada por la escasez de una falda que se ondulaba avariciosamente en torno a unas  sobresalientes nalgas. Aquella ascensión peldaño a peldaño duró lo suficiente para que mis ojos quedaran atrapados por aquella atractiva figura que me precedía por el pasillo. No me gustó que cuando al darmela tarjeta de embarque me asignaran el último asiento del avión, pero al comprobar que ella iba a ser mi compañera de viaje, dejó de importarme. Cuando nos sentamos pude comprobar que por delante su imagen no deslucía su anterior perspectiva. Un cabello negro, largo y rizado, hacían de cortinillas de un óvalo perfecto en que dos ojos almendrados rodeados de largas pestañas flotaban sobre una nariz respingona y unos labios grandes y sinuosos de los que desprenden humedad. Una blusa de cremallera abierta a media altura dejaba atisbar unos hermosos pechos que oscilaban descompasadamente con la vibración de los motores del avión.

 

 Me senté un tanto cohibido por aquella despampanante compañera de viaje. Y, tras abrocharme el cinturón de seguridad, me sumergí en la lectura del periódico. Una lectura que supongo breve, pues cuando desperté, al cabo de casi tres horas, no había abandonado la portada. Cuando entreabrí los ojos me sorprendí con alguno de aquellos rizos sobre mi cara y es que me había quedado dormido apoyado sobre su hombro. Un tanto abochornado levanté la cabeza pero ella con una sonrisa me invitó a seguir allí.  No me pasó inadvertido que la cremallera del pecho había descendido unos milímetros los suficientes para que el color uniforme de aquella piel canela se viera interrumpido por el tono marrón oscuro de su aureola coronada por unos pezones grandes, casi negros, que sobresalían como buscando algo. Envalentonado por aquellas señales le miré las piernas con descaro, al sentarse la falda era casi invisible, tomando mi mano me la colocó sobre su muslo. Y fue cuando al tocar mis dedos esa piel suave y, a la vez, musculosa, noté como mi excitación se transformaba en una fuerte erección. Las chispas que brotaron de sus ojos al mirarme me confirmaron que no le había pasado inadvertida y, de alguna manera, me alegré que en aquel momento apagaran las luces del avión. Miré a mi alrededor, todos dormían, salvo la mano de mi compañera de asiento. La sentí como asían mis genitales y en la penumbra pude adivinar esas uñas perfectamente cuidadas, que me arañaban arriba y abajo arrancándome estremecimientos de placer. Me apeteció dejarme llevar por los beneficios de aquel encuentro inesperado y borré cualquier atisbo de resistencia que pudiera haber. Especialmente cuando noté que me abría la cremallera y sacaba mi pene al aire, duro y firme como una piedra, que se sintió como liberado fuera de la opresión del pantalón. Liberación que duró poco porque al punto los rizos negros de su nuca cubrieron toda mi entrepierna, mientras notaba como mi pene era absorbido por aquellos labios, maestros en arrancar placer. No tardé mucho en darme cuenta que iba a eyacular pero a ella, aunque también lo notó, no pareció importarle porque siguió con fruición en aquella ardua labor hasta que me derramé entera en su boca. Tras aquella descarga placentera que había sufrido ella izó su cuello como el de una garza y con un leve sonido de garganta me indicó que aquellos jugos que había exprimido con tanta habilidad habían ido a parar a su estómago. Acercó sus labios a los míos y algunas gotas salpicaron mis labios mientras su lengua intentaba abrazarse con la mía. Tras aquel largo beso me eché hacia atrás en el asiento expectante a lo que se le pudiera ocurrir a aquella Herodías del aire. Y entonces vino lo peor…

 

            Sus largos dedos fueron encogiendo con lentitud pasmosa su faldita. Mi imaginación corría más que sus dedos, esperando la visión de una rajilla húmeda y abierta, cuando de pronto, no sé dónde lo tendría escondido un gigantesco pene, insultantemente duro y mucho más grande que el mío apareció ante mis ojos.  Y entonces fue cuando oí su voz por primera vez con un varonil: ¿Gustas?

 

            No recuerdo mucho más, sólo que me entraron unos enormes mareos que hicieron que en décimas de segundos me encerrara en los servicios del avión, no paré de vomitar y me parece que estuve a punto de deshidratarme. Sólo salí el tiempo necesario para atarme el cinturón al aterrizar pero me debió ver tan mala cara, yo miraba hacia otro lado, que no me dijo nada. Antes de irse se volvió y me guiñó un ojo, lo que me produjo un nuevo retortijón en el estómago. Salió delante mía, ahora el cuerpo oscilaba como el de un hombre ¿o era cosa mía? Algo aprendí en aquel viaje: el que unas piernas sean muy hermosas no es un reflejo de lo que se oculta entre ellas.

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