El museo
Nunca me ha gustado visitar los museos por lo que tienen de observación descarada de lo ajeno. Pero este museo era diferente, disfrutaba en él, ya que su interior encerraba cosas que, de alguna forma, han ido formando parte de mí:
-la colección completa de miradas deseosas con las que siempre vestías mi desnudez
-el catálogo de caricias con que descubrías cada uno de mis rincones
-esa sala sin luz artificial, perennemente iluminada por la luz de tus ojos
-tus palabras envueltas en sobres de papel que yo esperaba ansiosa a la llegada del cartero
-esos escalofríos que recorrían mi cuerpo cuando que te veía
-ese puñal brillante con el que hábilmente aniquilabas, cada vez que lo necesitaba, a mi soledad.
-los frascos con el sabor meloso de tu saliva
-esos torbellinos invisibles de ánimo que a modo de collares preciosos me imponías cada mañana para seguir el día
-los relojes cuyas agujas deteníamos cuando estábamos juntos
Me gustaba pasear por aquellas salas, siempre solitarias y dejar que el eco de mis tacones al rebotar con aquellas paredes me hicieran sentir aparentemente, cómo cuando estaba contigo, acompañada. Al principio acudía a aquel rescoldo del recuerdo de una manera habitual, la entrada a aquel edificio era gratis. Me sentía a gusto en su interior, en el invierno me protegía del frío y en el verano del sofocante calor. Pero un día empezaron a cobrar la entrada y aquellas visitas se fueron espaciando, hasta que se redujeron a algún aniversario o momento esporádico del año.
Con el tiempo pensé que mis derechos sobre aquel museo aumentarían y, efectivamente, conseguí una llave para abrir la puerta. Ahora el problema es otro, tengo la llave, pero ha desaparecido la puerta y todo su exterior está rodeado de un muro sin fisuras. Ya no tengo forma de entrar a visitar el que se ha convertido ya en un añorado e inalcanzable museo.
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