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AIRES ABIERTOS

A modo de atril

A modo de atril

             Sus manos suaves y de uñas cuidadas, como si levitaran en el aire, encendieron con mimo unas velas con olor a vainilla, un instante antes de que su pie, de un golpe seco sobre el interruptor apagara la luz  del techo y la súbita y aparente oscuridad se recuperara con los brillos tenues de las llamas que crearon sombras danzarinas en las paredes de la habitación.

             Los dos estaban desnudos, abrazados por sus miradas y el hechizo de su mutuo deseo. ¿Así?, dijo ella, mientras tras el leve gesto de asentimiento que él hizo al aire con su barbilla, se tumbó, boca arriba, con sus piernas abiertas frente a él.

            Él abrió aquel cuaderno de hojas blancas encuadernadas con un gusanillo acercándose a aquella rajita misteriosa que ella le ofrecía con estudiada despreocupación y deslizó su dedo índice de arriba para abajo gustando la suavidad de su intenso depilado, que sólo había dejado sobre su pubis una hilera salvaje de vellos largos, que contrastaban oscuros con su piel nacarada, atrayendo, aún más, a sus ojos. Ahora el dedo deshizo el camino recorrido, ascendiendo, a la vez que adquiría un tono brillante al ir humedeciéndose. 

            Como hábil prestidigitador, a lo que ella le respondió con una sorprendida sonrisa, sustituyó su dedo por el gusanillo, que tenía unido aquellas hojas, acomodándolo en la vertical de aquella hendidura, mientras las pastas descansaban abiertas, como hojas de mariposa, sobre la suave piel de sus muslos, a modo de atril. 

            Ella se fue relajando a la par que su cuerpo se hundía más sobre el colchón. él acercando su rostro a aquel cuaderno se recreó en aquel escorzo caprichoso que se le brindaba a la vista y en el que sus orondos pechos, acomodados a ambos lados, le recordó a dos hermosas cúpulas bizantinas coronadas por torretas engalanadas. Se colocó, entonces, boca abajo en el colchón dejando abrazar su, ahora, afilado sexo entre los pliegues de las sábanas y afianzó en aquel atípico lugar al gusanillo anudándolo con destreza marinera mediante aquellos pelos negros.

            Mientras intentaba ordenar sus ideas un olor almizclado traspasó los agujeros de su nariz, proveniente del líquido que de ella manaba  que empezó a gotear por la parte inferior del gusanillo dibujando humedades en la sábana. Llegó a pensar que aunque nunca llegara a escribir nada sobre aquellas hojas, bastaría el olor a sexo del que se estaban impregnando para ganar cualquier premio de relato erótico. Desprendió el capuchón de su pluma, siempre escribía con pluma de tinta azul, posó su punta brillante sobre el papel y empezó a escribir: 

Sus manos suaves y de uñas cuidadas, como si levitaran en el aire…” 

            El primor de la letra de estas primeras líneas se fue desluciendo a medida que avanzaba el relato hasta llegar a las últimas que se escribieron temblorosas y desvaídas, debido al creciente temblor que empezó a sufrir el cuerpo de ella, que llegó a tal intensidad que hubieran expulsado aquel gusanillo de no ser por aquellas ataduras. Observó como aquellas dos cúpulas se cimbrearon como si estuvieran agitadas por un terremoto de fuerza ocho, mientras él oía los lastimeros gemidos de ella, hasta que con tales movimientos le resultó imposible escribir. De pronto, aquel “atril” se detuvo súbitamente, lo que él aprovechó para poner en esta historia este punto final.

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