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AIRES ABIERTOS

La enseña roja

La enseña roja

         Todo empezó con un simple café. No había sitio en la cafetería y Lucía me preguntó que si se podía sentar a mi lado. Empezamos hablando del tiempo y cuando las tazas estaban vacías ya sabía ella que mi vida era de una apacible soltería y yo que estaba casada con un hombre brusco que no la hacía feliz. Nos citamos para la semana siguiente y el tiempo se me hizo eterno hasta volver a verla, cuando la volví a ver estaba mucho más guapa, con un vestido apretado que resaltaba sus curvas y una sonrisa que parecía ir de cacería. ¡Y le dio resultado! Aquella virginidad a la que me había acostumbrado durante mis cuarenta años empezó a  doblegarse y acabó de hacerlo cuando ella sin más preámbulo me citó en su casa el jueves siguiente, por la tarde, era el día en que su marido iba a hacer halterofilia al club.

         Quise llevarle un regalo y como ya le había detectado un cierto punto morboso me pareció que podía ser un buen regalo unas bragas de seda roja. Estoy seguro de que le vino bien, pues no tenía ropa interior, como luego pude darme cuenta, debajo del escueto vestido con el que me recibió. ¿Qué puedo decir de aquella cita? Que fue realmente maravillosa, que nuestros cuerpos se reconocieron y estallé en un placer desconocido, hasta entonces, para mí. La despedida fue triste como siempre que dos cuerpos se separan tras el goce y con ganas de repetir en cuanto pudiéramos. Lucía tuvo una idea, como yo pasaba de vez en cuando bajo su ventana, cuando estuviera "disponible" me pondría las bragas que yo le había regalado, a modo de enseña colgada de su tendedero. Y así lo hizo, y ocurrió tres o cuatro veces que al pasar bajo la sombra de aquella tela roja, me excitaba y subía hasta su casa donde dábamos rienda suelta a los placeres carnales. Aquello era un acierto, hasta que un día...

         ...allí estaban de nuevo las bragas rojas, oscilando con el viento, subí los escalones de tres en tres, ese día iba tan excitado que mi apéndice en vez de colgar se izaba eufóricamente. Tuve una idea, para darle una sorpresa, y que me viera de tal guisa, me desnudé entero y llamé a la puerta; pero la sorpresa me la llevé yo: un individuo de dos metros de largo y anchos músculos me abrió segundos antes de lanzarme un directo al pecho que me oscureció todo. Era su marido que estaba en casa, no había contado yo con la mala cabeza de Lucía que algún día salía a la calle sin colocarse la ropa interior.

         Escribo esto desde la cama del hospital, lleno de moratones, con tres costillas rotas y una pierna descalabrada. Y de algo estoy seguro, no vuelvo a meterme en un lío como éste. Prefiero la sosegada vida de soltero...

3 comentarios

prometeo -

muy bueno...¡vaya corte y moratones!
un abrazo.

princesa -

jajaja. Es gracioso si lo lees, pero no me rio si es cierto...

Más habitual de lo que creemos.

belita -

La próxima que el marido pase sus ratos libres coleccionando sellos, sera menos peligroso... Jajaja ¿Habrá próxima a que si?

Besos