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AIRES ABIERTOS

Cosas circulando por fuera

Produciendo música

Produciendo música

         Aunque hace muchos años de esto, recuerdo perfectamente el día en que conocí a Eugenia. Su cabellera pelirroja y el movimiento alambicado y sinuoso al ritmo de la música de “Fiebre del sábado noche”, sobre la pista de baile, no dejó de atraer mi atención. Coincidimos en la barra tomando una copa y empezamos a charlar. Teníamos grandes coincidencias, pero si a mí me gustaba la música, para ella era su vida. Su trabajo, sus aficiones, sus pensamientos,…incluso el ritmo, de felina agazapada con que caminaba por la calle, estaba impregnado de corcheas.            

         Nos hicimos buenos amigos, pero de aquella amistad con música a pasión sólo hubo un minúsculo paso. Y no tardé comprobar que aquella vida rítmica se extendía a la superficie del colchón, en donde sin duda tocaba sus mejores notas. Pero no hablo en forma metafórica sino totalmente literal. Al principio creí que eran figuraciones mías y fruto de la pasión, porque ocurría cuando mi parte más querida desaparecía en oquedad de su cuerpo y nuestras pieles húmedas se adherían con un estrecho contacto, en aquellos íntimos momentos yo escuchaba una música. Un día tras repetirse esto varias veces, dejando a un lado la vergüenza que me producía preguntarle,  no pude aguantar más y después de quedar exhausto y sudoroso, a su lado, sobre las sábanas, le pregunté si ella también escuchaba una música.             

          Me sonrió con una doble sonrisa de ojos y labios y se tendió boca arriba, totalmente desnuda, cuan larga era. Sus dedos finos acabados en primorosas uñas rojas se acercaron hacia su pubis y tirando armoniosamente, como si fueran las cuerdas de un arpa, de los distintos pelos de aquella mata anaranjada que lo coronaba, empezó a sonar una música con su ritmo perfecto, sus sostenidos y sus bemoles. ¡Era la música más hermosa que nunca había escuchado! Aún hoy después de tantos años, cuando aguzo el oído y cierro los ojos me llegan los sones de aquella imperecedera melodía.

Duda

Duda

              Al salir esta tarde he quedado asombrado, no sé si es que todas las mujeres con las que me he cruzado han aprovechado el  invierno para hacerse una operación de cirugía estética o, más simplemente, que ha estallado la primavera.

Calor en la playa

Calor en la playa

         (dibujo de Aires)

         Me estaba acomodando en la arena para pasar un rato de grata lectura y , de pronto, escuché el sonido inequívoco de alguien que se estaba situando cerca de mí. Intenté seguir concentrado en la primera página del libro,  pero un olor afrutado y dulce que provenía de mi vecino interfirió mi atención. ¿Vecino? ¡Era una mujer!            

           En ese instante deslizaba por las piernas su vestido blanco de algodón, quedando al descubierto, su cuerpo totalmente desnudo. Tenía esa edad en la que las formas se ondulan y ganan consistencia. Tendió su toalla roja sobre la arena y, mientras la estiraba, la oscilación caprichosa en el aire de sus turgentes pechos, de pequeños pezones casi negros, me trastornó. Se sentó y pulverizando el bote del bronceador, aquel cuerpo de piel almendrada se vio salpicado por minúsculas gotas blancas. Los movimientos rítmicos de sus manos fueron estirándolas por delante. No me pasó inadvertido como se detenían sobre sus pechos, donde los dedos parecieron bailar e hicieron que los pezones crecieran desmesuradamente, un crecimiento parejo al que empecé a sentir en mi bajo vientre. Aquellos dedos siguieron su camino dando brillo a aquella barriga de líneas onduladas a medida que absorbía la crema. Una fila hilera, de pelillos rubios primorosamente recortados y teñidos de blanco, ascendía por el pubis desde su abertura. La yema de los dedos siguió su masajeo. Cerré los ojos intentando imaginar que aquella mano era mía…         

       -¿Te importa?- le escuché decir y cuando abrí los ojos vi que se había instalado boca abajo sobre la toalla mientras me tendía el frasco con el bronceador. Me levanté encantado, procurando que no se notara mucho la erección que empezaba a tener, y le pulvericé la espalda. La recorrí muy lentamente, dibujando uno a uno sus huesos envueltos en aquella sedosa piel. Me gustaron especialmente el tacto de sus axilas, la ondulación de sus hombros, los acúmulos de piel que rodeaban sus riñones…temía el momento de detenerme…cuando con una maniobra rebuscada, ella misma, girando su brazo se pulverizó sus nalgas.            

        -No te pares, lo estás haciendo de maravillas- musitó. Ahora fueron sus nalgas la que recibieron mis masajeos. Mis dedos traviesos, dibujaron sus formas redondeadas y, empezaron a deslizar la crema hasta honduras más ocultas y jugosas. Ella recolocó su postura y sus manos, que hasta ahora hacían de apoyo de la cabeza,  y desaparecieron bajo sus pechos. Aquel olor afrutado inicial se mezclaba ahora con el de la crema y un intenso aroma que salía de sus profundidades y que empezó a turbarme. A medida que mis dedos se convertían en osados y a sentir una humedad diferente  a la crema, veía como su cuerpo oscilaba ayudándose, además, de aquellas manos que estratégicamente acariciaban los pezones. La oscilación aumentó hasta que se transformó en una especie de calambre que durante unos minutos sacudió todo su cuerpo. Tras una respiración ahogada, que pareció brotar directamente de sus pulmones,  quedó totalmente quieta.            

         -Gracias- fue lo último que me dijo, antes de sacar las manos, apoyarla sobre la toalla y colocar la cabeza sobre ellas. Una respiración acompasada me advirtió de que se había quedado dormida.  Dejé el bronceador a su lado. En otra ocasión abordaría la lectura del libro, ahora creo que era el momento adecuado para salir corriendo y darme un chapuzón en el mar.

Rojo y negro

Rojo y negro

-Sigue, no te detengas ni un instante. Um, cómo me gusta la forma que tienes de usar tu lengua conmigo.

    No me lo creía pero tenía razón el que me dijo que, estos chupa-chups parlanchines del sex shop, podían resultar altamente estimulantes. 

Un viaje movido

Un viaje movido

Me molestó, debo confesarlo, cuando a las doce de la noche en el autobús con destino a Sevilla, una mujer de rizada melena ocupó mi asiento contiguo. Mi deseo de dormir estirado se difuminaron, eso debió pensar la compañera del otro lado del pasillo quien me dirigió una sonrisa que no supe interpretar. De todas formas la mecida inherente al movimiento y el cansancio acumulado el fin de semana acumulado en Madrid, no tardó en rendirme.

 

Cuando desperté tenía el jersey de mi vecina a modo de almohada sobre mi hombro ¡vaya morro!y ella profundamente dormida. De sus labios abiertos caía una leve salivilla que goteaba sobre mi camisa levemente desabotonada por el calor reinante de agosto. Pensaba despertarla cuando desde mi posición su escote que hasta ahora me había pasado inadvertido. Era un escote ampuloso, de salientes redondeces que abrían un sugerente hueco en el que podía ver gran parte de sus pechos rotundos y que se sujetaban en el aire sin necesidad de la artificiosidad de un sujetador. Tan amplio era que no me costó darme cuenta que sus grandes y manifiestos pezones dilataban la tela creando unos sugerentes montículos cuyos alrededores, casi negros, asomaban al aire por el borde de la tela. Aquella visión me excitó profundamente y procuré no moverme lo más mínimo para disfrutar el máximo tiempo de aquella sugerente visión.

 

Sea porque no pude permanecer estático o porque sintió el peso de mi mirada sobre ella, sus pestañas oscuras se abrieron como un abanico dando paso a un par de ojos almendrados que, sin moverse, me miraban traviesos.  Se aproximó más a mí y ví como su mano izquierda de cuidadas uñas se abrió paso entre los botones de mi camisa y sus dedos ágiles fueron lamiendo con sus yemas, muy despacio mi pecho, a la búsqueda de mi tetilla. Cuando la encontró, como quien encuentra a una vieja amiga, se detuvo arañándola con esa levedad capaz de transmitir su energía a todo mi cuerpo, de hecho yo notaba como la sangre empezaba a bombear a través de mi sexo y éste comenzaba a hincharse.

 

Siguió persistente, mientras su sonrisa ahora era amplia, bajó su mano por mi barriga jugueteando con el vello que se encontraba a su paso, hasta llegar a mi ombligo donde simuló taladrarlo con su uña. Tras aquellos minutos de creciente excitación sacó su mano y con una agilidad que sólo puede dar la práctica me abrió la cremallera del pantalón. Sentí como su mano arañaba mis slips transmitiéndose el contacto a mi sexo, ya duro como una piedra.  Y como quien se acomoda para dormir su cabellera rizada tapó mi barriga a la vez que con increíble agilidad liberó mi sexo, su olor llegó a mi nariz, y lo hizo desaparecer en su boca. Yo sorprendido solo atiné a cubrirla con su jersey como si estuviera arropándola. Ella succionaba lenta al principio, para acelerarla hábilmente después. Todo mi cuerpo temblaba por el ardor, aunque yo hacía lo imposible por no moverme, aparentando que estaba dormido. Fue entonces cuando vi a mi compañera del otro lado del pasillo que miraba aquella escena con descaro. Pero no sería yo quien hiciera el más leve gesto ¡que mirara si quería!

 

Aquella melena negra que tenía sobre mí no cesó en sus movimientos durante un buen rato hasta que, en un momento determinado, ella hizo una contracción con sus labios, que no pude resistir y tuve el mayor orgasmo que nunca he sentido. Fue como si de pies a cabeza todas mis células vibraran. Estábamos llegando a Sevilla y quedé como derrengado en mi asiento, ella colocó todo en su lugar tras hacerme un trabajo de limpieza exhaustiva con su lengua por todos los alrededores. Acercando sus labios a los míos pude saborear en ellos mi propio sabor. Sin decir nada, se puso en pie, se estiró su vestido y sin mirar atrás desapareció por la puerta del autobús. Pero allí, contra lo que pensaba, no acabó todo. La del otro lado del pasillo se puso en pie, e inclinándose hacia mí me besó escarbando hasta el último resto que me quedaba de mí en los labios. Me dijo: ¡Gracias! y se marchó contoneándose. Tardé quince minutos en poder levantarme de mi asiento.

   

Su perfume

Su perfume

Aún recuerdo nuestro primer encuentro. Su olor me embriagó hasta muy dentro.

-¿Qué perfumes usas?-le pregunté-. Me gusta y me excita mucho.

-No llevo ningún perfume- me respondió con mirada pícara.

Tras meter así la pata me di cuenta, como así ocurrió, que aquella noche resultaría todo un éxito

De las muchas veces...

De las muchas veces... ...que he hecho el amor, esta es la primera vez que alguien me entiende en el sentido más pleno de ser mujer.

Hay cosas que no son...

Hay cosas que no son...

...lo que parecen, compruébalo pulsando AQUÍ.

Dos tetas...

Dos tetas...

    -¿Te das cuenta por qué se suele decir que más tiran dos tetas que dos carretas?-me comentó Clara, con una mirada pícara, en cuanto le enseñé terminado el dibujo que le había hecho del natural. No le pude responder porque dando una rápida carrera hasta la orilla desaparecí, tras un salto en el aire, bajo la espuma de una ola.

 

Confiando

Confiando

       Siempre he tenido curiosidad por todo e incluyo la profundización en el conocimiento de otras tendencias o costumbres sexuales. Aunque nunca he practicado el sadomasoquismo, hablando con alguna amiga que lo practica he descubierto un aspecto que me ha seducido especialmente. Es esa posibilidad de sentirse totalmente dominado por una mujer. El, por un rato, cesar en esa mente viva que me dirige y organiza y ponerme totalmente en sus manos. Cesar en los pensamientos, en los deseos que tengo en ese momento, en las expectativas que siempre me creo en un determinado momento y olvidarme en las manos de ella. Sabiendo que mi confianza es tan grande que cualquier cosa que me haga me producirá placer y la conoceré más porque sabré que es lo que ella piensa que es lo más placentero para mí.

         Sé que vas a leer esto. No pongas esa cara de sorpresa. Alguna vez ya te lo he adelantado. Simplemente quería anunciártelo para esa próxima vez que estaremos a solas. Tú serás mi dueña y haré todo aquello que tú me digas. Piénsatelo bien lo que vas a hacer, porque puede ser mi gran noche...o quizás la más inolvidable de las tuyas.

Sí es la primera

Sí es la primera

    Amanece.

    Te contemplo. No es la primera, ni será la última noche que pasemos juntos; pero sí es la primera vez que he sentido el mayor de los orgasmos que recuerde: durante unos minutos, más allá del mero placer sexual, me he sentido vacío de mi y totalmente tuyo.

    Y me has hecho sentirme inmensamente feliz...

Sueños húmedos

Sueños húmedos

      Cuando ella se despertó notó  su cuerpo humedecido por gotas de un líquido untuoso. Lo palpó entre sus dedos y acercándoselos a la nariz identificó a aquel, conocido y en otra época tan habitual, fluido blanco. No le costó mucho intuir que aquel día era el principio del final de su relación de pareja.

Brillos de plata

Brillos de plata

          Comenzaba el sol a declinar su fulgor cuando me dirigí a pasear a la playa. Sentado en la orilla me puse a admirar el espectáculo que se avecinaba. En aquel silencio sólo roto por las lamidas de las olas contra la arena y el graznido de las gaviotas, desde el agua un chapoteo atrajo mi atención y observé a una figura que se estaba bañando. Me di cuenta, cuando surgió del agua, de que era una mujer joven de rasgos perfectamente equilibrados cuyo torso desnudo, que emergía solazado por el reflejo de los últimos rayos de sol, dejaba al descubierto dos hermosos pechos, de lustrosos y minúsculos pezones, que se mecían por el juego caprichoso de las olas. Tras varias inmersiones en las que su cuerpo, lanzando destellos de plata por la luz del atardecer, rompía con esmero las ondulaciones del mar desapareciendo bajo el agua, surgió de nuevo y ayudándose de sus finos dedos deslizó su cabellera dorada hacia atrás, mientras yo hipnotizado seguía el movimiento de las gotas que resbalaban acariciando su piel. El sol se ocultó tras una nube y sus radiaciones pugnaban por encontrar salida a través de sus recovecos convirtiendo todo aquello en un gran escenario en el que de fondo aparecía una hermosa catarata de rayos solares, en que aquella hermosa mujer era la protagonista.

 

            Me miró a los ojos lanzándome una sonrisa inequívoca, de perlas blancas, a la que no pude resistirme. Sin perderla de vista y excitado por su espera dejé mis ropas sobre la ya fría arena y me introduje en el mar para  ir a su encuentro. Arropado por el calor del agua a esas horas me dirigí hacia los brazos que se me abrían como refugio acogedor. Mis labios se imanaron hacia los suyos y su encuentro fue el detonante de un baile conjunto y tortuoso surcando las olas. Perdí la noción del tiempo entre visiones de fondo, de cielo plateado y  de piel lisamente nacarada. Me sentí arrastrado por ella en todos los sentidos durante minutos sin fin, embriagado de placer y revestido de una excitación imparable.

 

            En este juego estábamos cuando súbitamente me detuve y saliendo dejé mi hueco en el mar, tras de mí. Sin mirar atrás cogí mi ropa y salí de la playa. Sé que ella no entenderá la razón porque no me leerá, bajo el mar no funcionan los ordenadores, pero es que nunca he podido soportar el tacto de las escamas. ¡Me dan dentera!

Unas turgentes piernas

Unas turgentes piernas

Las vi delante de mí al subir la escalerilla en mi último viaje a Nueva York. Era unas turgentes piernas, perfectamente torneadas con un brillo que les arrancaba el sol del atardecer y de una longitud imposible destacada por la escasez de una falda que se ondulaba avariciosamente en torno a unas  sobresalientes nalgas. Aquella ascensión peldaño a peldaño duró lo suficiente para que mis ojos quedaran atrapados por aquella atractiva figura que me precedía por el pasillo. No me gustó que cuando al darmela tarjeta de embarque me asignaran el último asiento del avión, pero al comprobar que ella iba a ser mi compañera de viaje, dejó de importarme. Cuando nos sentamos pude comprobar que por delante su imagen no deslucía su anterior perspectiva. Un cabello negro, largo y rizado, hacían de cortinillas de un óvalo perfecto en que dos ojos almendrados rodeados de largas pestañas flotaban sobre una nariz respingona y unos labios grandes y sinuosos de los que desprenden humedad. Una blusa de cremallera abierta a media altura dejaba atisbar unos hermosos pechos que oscilaban descompasadamente con la vibración de los motores del avión.

 

 Me senté un tanto cohibido por aquella despampanante compañera de viaje. Y, tras abrocharme el cinturón de seguridad, me sumergí en la lectura del periódico. Una lectura que supongo breve, pues cuando desperté, al cabo de casi tres horas, no había abandonado la portada. Cuando entreabrí los ojos me sorprendí con alguno de aquellos rizos sobre mi cara y es que me había quedado dormido apoyado sobre su hombro. Un tanto abochornado levanté la cabeza pero ella con una sonrisa me invitó a seguir allí.  No me pasó inadvertido que la cremallera del pecho había descendido unos milímetros los suficientes para que el color uniforme de aquella piel canela se viera interrumpido por el tono marrón oscuro de su aureola coronada por unos pezones grandes, casi negros, que sobresalían como buscando algo. Envalentonado por aquellas señales le miré las piernas con descaro, al sentarse la falda era casi invisible, tomando mi mano me la colocó sobre su muslo. Y fue cuando al tocar mis dedos esa piel suave y, a la vez, musculosa, noté como mi excitación se transformaba en una fuerte erección. Las chispas que brotaron de sus ojos al mirarme me confirmaron que no le había pasado inadvertida y, de alguna manera, me alegré que en aquel momento apagaran las luces del avión. Miré a mi alrededor, todos dormían, salvo la mano de mi compañera de asiento. La sentí como asían mis genitales y en la penumbra pude adivinar esas uñas perfectamente cuidadas, que me arañaban arriba y abajo arrancándome estremecimientos de placer. Me apeteció dejarme llevar por los beneficios de aquel encuentro inesperado y borré cualquier atisbo de resistencia que pudiera haber. Especialmente cuando noté que me abría la cremallera y sacaba mi pene al aire, duro y firme como una piedra, que se sintió como liberado fuera de la opresión del pantalón. Liberación que duró poco porque al punto los rizos negros de su nuca cubrieron toda mi entrepierna, mientras notaba como mi pene era absorbido por aquellos labios, maestros en arrancar placer. No tardé mucho en darme cuenta que iba a eyacular pero a ella, aunque también lo notó, no pareció importarle porque siguió con fruición en aquella ardua labor hasta que me derramé entera en su boca. Tras aquella descarga placentera que había sufrido ella izó su cuello como el de una garza y con un leve sonido de garganta me indicó que aquellos jugos que había exprimido con tanta habilidad habían ido a parar a su estómago. Acercó sus labios a los míos y algunas gotas salpicaron mis labios mientras su lengua intentaba abrazarse con la mía. Tras aquel largo beso me eché hacia atrás en el asiento expectante a lo que se le pudiera ocurrir a aquella Herodías del aire. Y entonces vino lo peor…

 

            Sus largos dedos fueron encogiendo con lentitud pasmosa su faldita. Mi imaginación corría más que sus dedos, esperando la visión de una rajilla húmeda y abierta, cuando de pronto, no sé dónde lo tendría escondido un gigantesco pene, insultantemente duro y mucho más grande que el mío apareció ante mis ojos.  Y entonces fue cuando oí su voz por primera vez con un varonil: ¿Gustas?

 

            No recuerdo mucho más, sólo que me entraron unos enormes mareos que hicieron que en décimas de segundos me encerrara en los servicios del avión, no paré de vomitar y me parece que estuve a punto de deshidratarme. Sólo salí el tiempo necesario para atarme el cinturón al aterrizar pero me debió ver tan mala cara, yo miraba hacia otro lado, que no me dijo nada. Antes de irse se volvió y me guiñó un ojo, lo que me produjo un nuevo retortijón en el estómago. Salió delante mía, ahora el cuerpo oscilaba como el de un hombre ¿o era cosa mía? Algo aprendí en aquel viaje: el que unas piernas sean muy hermosas no es un reflejo de lo que se oculta entre ellas.

Estallido de cristales

Estallido de cristales

    Miguel y Beatriz se conocieron un día, por casualidad, sus miradas cruzadas en una cola de autobús les ataron en su camino por la vida. Aquel día se saludaron con simple educación. Saludo que a los pocos días les alegró la cara por su mutuo reconocimiento. Empezaron a hablar primero del tiempo y luego de los toros a los que ninguno de los dos había ido nunca. Acabaron ese día hablando de lo malo que era el tabaco, y ella se fue sin atreverse a confesarle que fumaba aunque el vapor nicotínico que la envolvía la delató ante Miguel que calló, también, comprensivo. Sus encuentros se repitieron dominados por un azar incontrolado, que les hacía todos los días guardar el asiento de al lado del autobús por si ese día se subía su compañero de viaje. Y los días que esto ocurría sus ojos se iluminaban y sus lenguas se desataban queriendo lanzar el máximo número de palabras en aquel trayecto que se les  hacía brevísimo. Lenguas que dejaron de lamer el exterior para introducirse en el interior y a modo de sacacorchos ir desvelando lo que encerraban bajo esas capas que constituían sus personas. Beatriz, siempre prudente, medía sus palabras con una regla dorada, lo que hacía que sus ojos, en ocasiones, comunicaran más que sus palabras. Miguel, siempre curioso, preguntaba y quería dar pasos de avance tan grande que, a veces, cuando se daba cuenta la había dejado por atrás.

     Pero la vida seguía y aquel autobús que no iba a ninguna parte transportaba aquella pareja de corazones como un relicario ambulante. Tanto Beatriz como Miguel, no sabían cómo pero se percataban de que aquellos lazos iniciales se transformaban en nudos. Hasta aquel día...

   Miguel volvía desusadamente tarde, cansado y con jirones sin formas atravesándole por entero, cogió ese autobús que hoy, a esas horas vampiresas, imaginaba casi vacío, pero quedó gratamente sorprendido al verla sentada en su asiento. Como si fuera un "decíamos ayer", había transcurrido más de un mes de su último encuentro, ellos empezaron a hablar, desde el principio, con esas palabras que dan un cariño prolongado y a medida que el trayecto siguió aquellos jirones se recompusieron en forma de piel brillante. Llegó el inevitable momento en que llegaron a su destino, Beatriz y Miguel bajaron al unísono cogidos de los ojos y, una vez más, ardiendo por dentro, cosa que ninguno demostraba, se disponían a despedirse. Pero esta vez hubo algo distinto. Beatriz le dijo que quería decirle algo antes de que se fueran. Y de sus palabras salieron sentimientos en forma de palomas que Miguel, alguna vez había supuesto en una burbuja de cristal, pero aquella noche a la luz tenue de una farola aquella burbuja estalló en mil pedazos, las palomas volaron al cielo oscuro compitiendo su blancura con la de las estrellas y muchos de aquellos cristales se incrustaron en la piel de Miguel pero no era dolor, precisamente, lo que le produjeron. La sorpresa hizo que la lengua de Miguel se paralizara, pero Beatriz supo leer el lenguaje de sus ojos y acercándose se despidió con un beso tierno en los labios. Beatriz se dio la vuelta y se alejó despacio mientras Miguel paralizado aún bajo la farola supo que desde ahora todo sería distinto.

Planetas distintos

Planetas distintos

            ¿Sabes cuando me di cuenta que habitábamos en planetas muy diferentes? El día en que insistiendo en que me acariciaras porque me apetecía mucho, me respondiste:

-¡Qué manía con que te acaricie por "debajo"! ¿Y no se pueden sustituir por caricias sólo por "arriba"?

El humo de tu cigarro

El humo de tu cigarro

      No puedo olvidar el humo de tu cigarro como creaba caprichosas volutas de seda en el aire... Mi cuerpo desnudo salpicado de gotas de sudor, exhalando el olor de tu piel, saturado de ti y exhausto de placer, tendido sobre las sábanas arrugadas de una cama deshecha. Mi mano cansada de acariciarte retozaba de manera mimosona por tu cuero cabelludo que se estremecía al contacto con las yemas de mis dedos. La espera para que llegara aquel instante había sido interminable, la llamábamos la espera de Peter Pan, porque era la de "nuncajamás". Y ahora todos aquellos años, tras habernos encontrado, han quedado en mi recuerdo reducido a un leve instante. Siempre imaginé cómo sería el día que nos encontráramos y en que, por primera vez, nuestros cuerpos concluyeran esa larga conversación que hemos derramado en tantas palabras. Pero ni en el mejor de mis sueños supuse que sería algo así.

      Mientras pienso, de tus labios entreabiertos, escapa el humo difuminando como en niebla tu sabrosa lengua, juguetona y placentera con la que me has hecho escalar las inimaginables cimas del placer. Pareces adivinarme el pensamiento y tu lengua recorre el camino del subida del pubis hacia el ombligo, mientras tus ojos destellantes de luz alegre me miran picarones y deseosos, pareces querer desnudarme más de lo que estoy. Me gustan tus manos finas...sobre todo la derecha en la que ahora sostienes el cigarro y hace no mucho tiempo me sostenías a "mí". Tus dedos verdaderos artistas de la caricias acercan el cigarro a esos labios finos, aún siento en los míos como si parte de los tuyos se hubieran despegado y desde ahora, estoy seguro, me acompañaran para siempre.

       Me gusta verte así, boca abajo con tus pechos coronados por esos grandes pezones que tienes, aún enhiestos, debe ser que después de estar tanto tiempo así se han acostumbrado a mantenerse. Y miro ese culo respingón de piel de marfil ondulando curvas hacia tus piernas, esas mismas piernas redondeadamente duras que se agarraban en torno a mi cuerpo como temiendo que me separara de ti. Tu mano libre se pone a escribir palabras de amor sobre mi pecho, mientras noto por abajo tras el esfuerzo que he realizado que aún queda un leve soplo de placer, que estás atrayendo con estos simples gestos.

      El cigarro se va terminando y como tocada por un terremoto toda tú oscilas y te apoyas para levantarte, la visión de tu cuerpo, de pie, deseoso, desnudo, queda impregnado para siempre en mi retina. Aunque siempre he odiado el tabaco, no es extraño que no pueda olvidar nunca el humo de tu cigarro.

Invadido...

     Cuando la oscuridad convierte todo en negro y el único brillo es el de las agujas luminosas del despertador, me dejo caer en el colchón. Extiendo mi cuerpo cuan largo soy, intentando que toda su superficie desnuda entre en contacto con la suavidad de la sábana de seda. Acompaso la respiración, parece que tanto inspiraciones como expiraciones se alargan en el tiempo en la noche. Poco a poco esas múltiples ideas que han bailado por mi cabeza a lo largo del día son absorbidas como por un embudo que las hace desaparecer. Imágenes de personas, sensaciones de mil colores, sonidos desintegrados,...todo ello va acumulándose en esa parte de mí de la que desconozco todo. Me dejo abrazar por el aire cálido que rodea la atmósfera de mi cuarto, algunos de mis poros se van abriendo sin que me dé cuenta. Y veo rostros e imágenes grises, extrañas, mientras....casi sin darme cuenta... me siento invadido por el sueño que toma posesión de mí.

Abrazame...

Abrazame...

Abrázame con tus pestañas,

envuélveme en el aire fresco de tu parpadeo

quiero sentir el beso de tus pupilas

y la caricia de tus cejas.

¡Necesito sentir tu mirada!

Una caricia nocturna

Una caricia nocturna

         Era de madrugada. Cuando en la calle se escucha el silencio y en la habitación el sonido de las respiraciones. Me desperté cuando sentí unos dedos que introducidos en mi pijama me acariciaban con fruición. Recorrían y ondulaban mi anatomía inferior, mientras yo disfrutaba de la calidez de sus caricias. Yo estaba en duermevela, sacudido por esa alegría, ya casi olvidada, de la caricia a medianoche, del impulso enajenado que provoca el deseo y del sentimiento de intimidad provocado por dos pieles que así interaccionan.

        Callé y con los ojos cerrados seguí disfrutando hasta que otra sacudida, fruto de una repentina ocurrencia hizo que abriendo despacio mis ojos y con la única luz de la penumbra nocturna dirigiera la mirada hacia mis manos. La izquierda se recortaba en el aire, mientras la derecha... un poco colorada, por haberme conducido al engaño, a pesar de la negrura ambiental salió del seguro refugio del pijama y de juguetear como lo había estado haciendo hasta ese momento, oliendo a ese olor que alguien, un día, me dijo que le enloquecía.